15/7/11

A punta de espada

Texto LIBRE de Spoilers

Hoy estaba pensando en retorcidos planes de dominación mundial apacibles prados verdes y margaritas despuntando al sol, cuando, viendo lo sumamente ordenado e impecable que se encontraba mi escritorio, me he acordado de la vez que descansaba sobre él el libro A punta de espada. No me preguntéis a qué se ha debido semejante iluminación, pero lo cierto es que me ha hecho mucha gracia. Y es que, justo en ese momento, he recordado muy claramente en quién demonios estaba pensando cuando creé mi acusado injustamente de psicópata personaje de rol. Tantas alusiones al señorito Izaya Orihara me habían desconcertado (si habéis visto Durarara me entenderéis... xD), y llegué a creer que, de alguna manera, me había inspirado en semejante muchachito de veintitrés años. Pero no, qué va, qué va.

Hace ya su tiempo que me leí A punta de espada, pero es uno de esos libros que te deja tan buen sabor de boca, que cada vez que lo evocas, casi no puedes resistir la tentación de hojear sus páginas de nuevo. Más allá de la trama, que es una consecución de sucesos bien entretejidos y argumentados, me encantó el ambiente por el que se movían los personajes. ¡Y qué personajes! Hay una cosa que siempre, siempre, he admirado de los escritores... y es que sepan insuflarles esa pequeña chispa de vida que les hace nacer en este mundo (ya que los pobrecitos no dominan las nobles artes ingenieriles de la dotación de vida virtual artificial... pues qué menos, ¿no?). Y por si mi juicio no fuera suficiente (cosa que, evidentemente, es una utopía), quizá debierais saber que George R. R. Martin, el autor de ASOIAF, escribió unas palabritas recomendándolo .


El tipo de la imagen es Richard De Vier, un reputado espadachín de la Ribera que se gana la vida haciendo trabajillos con la espada. Personalmente, lo encontré un tipo muy sosegado, envuelto permanentemente en una suerte de calma exenta de frialdad, y una paciencia infinta, si uno tiene en cuenta el personajillo con el que le ha tocado vivir (y compartir cama... mmh), claro. Es la serenidad y la mano firme, porque aunque lo haga con esa sutileza suya que hasta él mismo parece ignorar, muchas de las decisiones son efectivamente tomadas (y llevadas a la práctica) por él. Puedo recordar momentos en que parece ser el dueño del lugar y momentos en los que no destaca más que la más insignificante pelusa de polvo.



Y este otro... es Alec. Un universitario de la época que se ha instalado cómodamente en la acogedora cama habitación de Richard De Vier. Os ahorraré descripciones con tan solo dos palabras sobre él: está loco. ¡Está loco! ¡Es condenadamente genial!
Ahora en serio, este es uno de mis personajes favoritos para toda la eternidad. Es totalmente impredecible y tiene una lengua... que, oh dios mío, quién la tuviera para sí. De vez en cuando (y, aparentemente, sólo por el enorme placer que le causa), se mete donde no le llaman dando su opinión única y extraordinariamente personal. El tio le da a todo, apuesta, bebe, se droga y, entonces, divaga acerca de todo lo que conoce y sabe. Richard ejerce sobre él una fascinación que le hace experimentar terribles cambios de actitud, que yo, personalmente, asocio a una fantástica bipolaridad descrita con la más genial de las maestrías.


¿Os animais a leerlo? Espadas, intrigas, yaoi, una fabulosa segunda parte... ¿acaso os han intentado vender algo mejor en lo que llevamos de verano? Seguro que no (¡el listo de turno a callar o le cuelgo!). Como en el fondo soy un ser adorable y de corazón noble y puro y todo ese blablabla os voy a dejar colgado un par de fragmentillos que, en su día, me hicieron mucha gracia. Para evitarnos spoilers tontos e innecesarios he eliminado el final de una frase, pero el texto no pierde coherencia. Además, habéis de saber que está extraído de una de las pequeñas historietas del final (esta mujer escribió tres mini historias pensando que jamás volvería a tocar a los personajes... pero no fue así jojo), así que no estropea nada.

Estaban cruzando la zona más atractiva de la ciudad, camino de las dársenas. Al otro lado del río estaba el distrito que llamaban la Ribera, donde el espadachín convivía con pillos y criminales, lejos del alcance de la ley. No hubiera sido un lugar seguro para alguien como Alec, que apenas sí sabía distinguir el filo de un cuchillo de su empuñadura, pero el espadachín De Vier había dejado claro qué le ocurriría a cualquiera que tocara a su amigo. La Ribera toleraba a los excéntricos. El alto erudito, con su desgarbado andar de estudiante y su acento aristocrático, se estaba convirtiendo en una figura conocida con el maestro espadachín. 
—Si te sientes con ganas de tirar el dinero —persistió Alec—, ¿por qué no nos consigues un criado? Necesitas a alguien que te abrillante las botas.  
—Ya me ocupo yo de mis botas —dijo Richard, dolido en su competencia—. A ti sí que te hace falta. 
—Sí —convino alegremente Alec—. Es verdad. Alguien que vaya al mercado por nosotros, que entretenga a las visitas, que encienda la chimenea en invierno, que nos lleve el desayuno a la cama... 
—Decadente —dijo De Vier—. Puedes ir al mercado tú mismo. Y ya me encargo yo de entretener a las «visitas». No entiendo por qué crees que sería divertido tener a un desconocido viviendo con nosotros. Si querías ese tipo de vida, deberías haber... —Se contuvo antes de decir lo irretractable. Pero Alec, en uno de sus bruscos cambios de actitud, que variaba como el viento sobre un estanque, concluyó jovialmente por él: 
—Debería haberme quedado en la Colina [...]. Pero ellos nunca matan a nadie... No al aire libre donde yo pueda disfrutar del espectáculo, por lo menos. Tú eres mucho más entretenido... 
Los labios de Richard se curvaron hacia abajo, intentando ocultar sin éxito una sonrisa. 
—Sólo me quieres por mi estoque —dijo. 
Muy despacio, Alec dijo:  
—Si yo fuera de esas personas a las que les gusta hacer chistes verdes, ahora estarías avergonzado.  
Richard, que no se avergonzaba nunca, replicó:  
—Qué suerte que no seas de esas personas. ¿Qué quieres para cenar?

[...]
Los nobles con encargos para De Vier enviaban sus mensajes al local de Rosalie. Pero hoy no había nada.
—Tan sólo un cretino nervioso que buscaba a una heredera.
—¡Como todos!
—Lo siento, Reg, ésta está cogida; se largó con un espadachín.
—¿Alguien que conozcamos?
—Nah... Un espadachín de cuento de hadas... Dicen que todas las chicas se han escapado con alguno, cuando en realidad es el contable de su padre.

La Gorda Missy, que desempeñaba el oficio de colchonera en el local de Glinley, rodeó los hombros de Richard con un brazo.
—A mí no me importaría escaparme con un espadachín. —Sentado, Richard le llegaba a la altura del busto, contra el que se repantigó, sonriendo a Alec al otro lado de la mesa, con las cejas provocativamente enarcadas.
Alec picó el anzuelo:
—Cuidado —dijo el alto erudito a la mujer—; muerde.
—¿Oh? —Missy le dedicó una sonrisa encantadora—. ¿Y tú no, guapetón?
Alec intentó disimular un rubor de puro deleite. Nadie le había llamado «guapetón» antes, y menos una mujer por cuya compañía tenían que pagar otras personas.
—Claro que sí —dijo con toda la frágil altanería de que era dueño—. Con fuerza.
Missy soltó a De Vier para acercarse a su alto y joven amigo.
—Oh, bien... —exhaló con voz ronca—. Me gustan los brutos. —Sus enormes brazos apuntaron como veletas al viento creciente—. Ven conmigo, encanto.
La clientela de incondicionales de Rosalie estaba extasiada.
—¡Missy, no me dejes por ese saco de huesos!
—¡Hasta luego, Alec; ya nos contarás qué tal te va!
—¡Pruébalo, chaval; a lo mejor te gusta!
Parecía que Alec quisiera que se lo tragara la tierra. Se mantuvo en su sitio, pero su altivez, de por sí mal empleada, empezaba a escapar peligrosamente a su control.
En el último minuto, Richard se apiadó de él.
—Hoy he visto una boda —dijo para toda la estancia.
—Oh, sí —dijo Lucie—; oímos que mataste a uno de los guardias. Por fin les hiciste ganarse el sueldo, ¿eh?
—Pensaba que tú no aceptabas bodas, maese De Vier. —Sam Bonner miró en rededor buscando la aprobación de su ingenio. Todo el mundo sabía que De Vier desdeñaba el trabajo de guardia.
—Y no las acepto —dijo Richard—. Esto fue después. Y no lo maté. Tim algo.
—¡No me digas! ¿Tim Porker? ¿Con el bigote a medio crecer, grandes orejas? Me dijo que se había lastimado al caerse por una escalera. Sucio mentiroso.
—Nada de bodas para Richard —dijo Alec. Había recuperado el aplomo, pero seguía observando a Missy con recelo al otro lado de la sala—. Se opone moralmente a la compraventa de herederas.
—No es que me oponga. Sencillamente, no me interesa el trabajo de hacer de guardia en una boda. Ya no significa nada, sólo son ricachones alardeando de poder permitirse espadachines para que su procesión quede bonita. No es ningún...
—Desafío —concluyó Alec por él—. Sabes, le podríamos poner música a esa frase, de tan a menudo que la dices, y cantarla por las calles como si fuera una balada. Qué suerte para los ricos que a los demás espadachines el orgullo no les impida aceptar su dinero, o no veríamos a ninguna novia llegar sana y salva a su lecho. ¿Qué recompensa ofrecen por la fugitiva? ¿Hay alguna? ¿O la mercancía ya está estropeada?
—Hay una recompensa por la información. Pero tienes que ir a la ciudad alta para cobrarla.
—A mí no se me caen los anillos por ir a la ciudad alta —dijo altaneramente Lucie—; ya he estado allí antes. Pero no sé si querría delatar a una chica que se ha escapado por amor...
—Ohh —berreó Rosalie en la otra punta de la taberna—, ¿así lo llamas?
—Hablando de dinero —dijo Alec, agitando el cubilete—, ¿alguien está interesado en una pequeña apuesta sobre si puedo sacar múltiplos de tres, tres veces seguidas?
Richard se levantó para marcharse. Cuando Alec estaba tan borracho como para enfrascarse en curiosidades matemáticas, la diversión de la velada había acabado para él. De Vier nunca apostaba.

Ahí queda eso.

8/7/11

Light me up tonight

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Viajar nunca me ha llamado demasiado la atención. Y eso que he llegado a conocer a un montón de personas a las que viajar les apasiona. Han hecho delicias mis oídos con sus peripecias, nos hemos reído hasta sentir la barriga dolorida con sus múltiples anécdotas y me han maravillado con sus fotografías. Muchos me han traído también recuerdos de aquellos lugares que un día pisaron, y siempre lo he agradecido mucho. El souvenir que cierta persona me trajo de su paseo por Italia sigue colgado en mi corcho, resistiendo contra viento y marea los miles de cambios de humor que me hacen recolocar, tirar y renovar lo que allí muestro. Como ya veis, otro ha pasado a formar parte de la humilde familia de mi llavero, junto a lo que quedó de la cadenita de la Oblivion (Aaaay... ¡malditos todos, con lo bien que me había salido la corona!), el ratoncito de la vacaciones de una de las gemelas y el malvado Shinichi-conejo que improvisamos el año pasado en lo que nos traían el Birth by Sleep para Rei-chan (recuerdo que hubo un momento de absoluta desesperación en que nos hubiéramos comido al dependiente por retrasar y retrasar la puñetera entrega). La cuerdecita que me ata el tobillo es aún más reciente que esta última adquisición que acabo de comentar... o la bolsita tan graciosa que me trajo Nini de su viaje a China, donde guardo mis videojuegos de la NDS y derivados (¡muchas gracias! ^w^).
Bueh, ahora que lo pienso, ¿dónde demonios están mis cosas? ¿todo lo que uso son regalos? JA, primera muestra irrefutable de mi adorabilidad, pues.

En fin, estaba diciendo que a mí lo de viajar nunca me ha llamado la atención. Quizás se deba a que desde que era una cría enana y llorica mis padres me han estado arrastrando por todo el territorio español (excepto por las islas, ¡mecachis!) para que lo conociera, o a que algo funcione ciertamente al revés en esta cabecita mía, pero... no sé. En esencia, todas las ciudades me parecen iguales. Las casas siguen teniendo cuadro paredes, las iglesias vidrieras y bancos, por las carreteras circulan coches, y las personas que veo no me parecen en absoluto diferentes a mí. Todas con dos ojos, dos brazos, dos piernas... si es que, qué manera de arruinarme la diversión. Jojo.
Bueno, ahora hablando en serio. Me parece asombroso poder plantarme en la otra punta del mundo en cuestión de horas, pero al llegar nunca me siento extraña. El suelo que piso sigue siendo mi hogar, digan lo que digan las fronteras que he contribuido a establecer, y caminar por lo que sigo considerando mi tierra no supone para mí nada nuevo. Soy una chica de ciudad, todo lo que sean ladrillos, piedra, cemento, asfalto, cristal... es mi hábitat. ¿Cómo voy a poder sentirme ajena o sobrecogida rodeada de algo que me es tan familiar, de todo lo que he visto desde que he venido al mundo? Naturalmente, cada sitio tiene sus cosas, sus propias cosas, aquellos elementos que sólo se encuentran allí y que sólo podrás ver mientras permanezcas en el lugar. Algunos, os concedo, son realmente impresionantes. Así que aprovecho para, amablemente, recordaros que no he dicho que me desagrade viajar... sólo que no es algo que esté muy arriba en mi lista de prioridades. Disfruto como todos.

Sin embargo... mmh. Este verano, probablemente, haré la mochila y me marcharé a visitar por segunda vez esa ciudad que me enamoró a primera vista. Y desde entonces, desde que aquella idea empezó a tomar cuerpo, he estado experimentando unas sensaciones bastante extrañas. Algunas de ellas son, por supuesto, fruto de los estragos que cierta partida de rol inacabada ha causado en mi ya trastocada cabeza, pero muchas otras son... anhelos de, realmente, querer viajar. Querer estar allí, en sus calles. Querer consultar un mapa debajo de un paraguas, maldiciendo la lluvia que echará a perder mi perfecto alisado, tomar el té en una pomposa taza de porcelana estirando el meñique, bordear las orillas del Támesis en una bicicleta prestada (¡en busca del Ensueño...!), o ir a cierto lugar que no puedo revelar porque cierta persona tiene la mala costumbre de leer lo que escribo. Y claro, el secreto tiene que ser secreto hasta que nos montemos en el tren. En fin, como sea. El caso es que empiezo a tener muchas ganas.

Apenas me queda una cosa que decir. Venido directamente del Fin del Mundo, de esa exhuberante tierra que fecunda la magia de la naturaleza para hacer de su emplazamiento algo diferente del resto de las urbes de la tierra... a este precioso animalito negro, yo tengo que llamarle Kerry . Es un nombre que me trae a la mente dos pensamientos diferentes. Claro que... por el momento, no puedo decidir cuál me gusta más.